LOS MIEDOS EN LATINOAMÉRICA
“Latinoamérica es una herida que no sana. Palpita. No cicatriza. Se abre cada tanto y no llega a cerrarse”. Así dice, al principio, el Manifiesto del Terror Latinoamericano. Es una herida que no sana ni cicatriza porque, casi a diario, nos enteramos de la violencia que aterra a nuestros países. Eso nos hace diferentes de los europeos o norteamericanos. Nuestra realidad es distinta, por lo que nuestro terror también debe serlo.
Esto no significa, como podría malinterpretarse, que fuera de Latinoamérica no haya violencia o episodios que bien podrían fungir como una historia de terror, pero la historia y lo trágico aquí cobran una dimensión bastante diferente. Drácula, o en general la idea de los vampiros, surge como expresión del miedo de la época a la inmigración, al temor de la inversión de poder colonial en Inglaterra, a las enfermedades contagiosas y es una muestra de la ansiedad de la época por la sexualidad reprimida. Son, si lo vemos con lupa, preocupaciones que en nuestro contexto parecen muy ajenas. Lo mismo ocurre con el monstruo de Frankenstein (el miedo al robo de cadáveres por parte de los médicos en Inglaterra), con el hombre lobo (el miedo a las desapariciones inexplicables en los bosques franceses y alemanes, principalmente) y un largo etcétera.
En otras palabras —y de esto hablaré en otra columna con más profundidad—, el terror surge como una expresión de nuestros miedos culturales. Por eso, cuando hablamos de un vampiro o un hombre lobo que vaga por las calles de Oaxaca o Buenos Aires, nos parece tan extraño, tan fuera de lugar. Aunque hay buenos ejemplos y construcciones literarias sobresalientes en Latinoamérica alrededor de monstruos europeos, sigo pensando que es literatura forzada, que no suena natural. En Latinoamérica, en cambio, lo común es hablar del miedo a los secuestros, robos, violaciones, al abandono familiar, a los secretos de los ancestros, a la explotación laboral, a la burocracia, a la brujería, a los amarres, a los amores vengativos. Así hasta nunca terminar.
El terror en Latinoamérica, por tanto, debe ser diferente porque nuestros miedos son diferentes. Quedarnos con los monstruos e influencias clásicas es construir terror a ciegas. Es como la hija que le corta una pierna al pollo antes de meterlo al horno. ¿Por qué lo hace? Porque su mamá le enseñó. ¿Por qué lo hace su mamá? Porque su mamá le enseñó. ¿Por qué lo hacía la abuela? Porque el horno que tenían en la época era muy pequeño y no cabía el pollo entero. Ahora tienen uno más grande, pero le siguen cortando la pierna. Lo mismo con el terror: si seguimos usando lo clásico porque es lo “normal”, estaremos fortaleciendo la idea de que este género no es un género grande.
David Kolkrabe
Escritor colombiano, especializado en el terror. Ha publicado tres novelas ("El mito de Roger", "Misa de difuntos" y "Genealogía de nuestro miedo") y un libro de cuentos (El demonio de la perversidad). Ha ganado múltiples certámenes literarios a nivel internacional y es el líder del Nuevo Terror Latinoamericano, movimiento al que se han suscrito más de 500 autores de todo el continente.
LA RENOVACIÓN FEMENINA DEL TERROR EN LATINOAMÉRICA
No exagero cuando afirmo que, si en Latinoamérica estamos creando un terror diferente, es gracias a las mujeres. Esta hipótesis debe tomarse, claro está, con pinzas: hay muchas escritoras que conservan el estilo clásico del género y también hay hombres que se han atrevido a hacer cosas diferentes en el terror, pero ha sido gracias a la mirada femenina que se nos han abierto muchas posibilidades.
Autoras como Carol Gilligan o Virginia Held defienden que hay una gran diferencia entre el pensamiento masculino y el femenino. En ética —que es el área en la que se especializan—, afirman que los hombres han intentado construir reglas morales absolutas que funcionen para todos, sin importar el contexto o la época. Las mujeres, por su parte, han procurado pensar la ética en relación con los seres cercanos, al cuidado que debemos tener por aquellos que conocemos y queremos. En otras palabras, mientras los hombres buscan reglas absolutas, a las mujeres les importa más el detalle y el contexto.
En la literatura de terror ha pasado lo mismo, con algunas excepciones. El terror masculino es un terror que pretende la universalidad, lograr el miedo absoluto, aquello que aterre a todos, sin importar el tiempo ni el contexto. Lovecraft es el ejemplo más claro de esto. En su famoso ensayo “El horror sobrenatural en la literatura”, afirma que aquello a lo que más le tenemos miedo es a lo desconocido, razón por la cual no debe sorprendernos que pensara monstruos en dos de los lugares que más desconocemos: el universo y el mar. La pretensión del horror cósmico —que incluso su nombre lo indica— es abordar el miedo universal. Cthulhu no es sino la encarnación del terror absoluto.
En los últimos años, en cambio, han aparecido escritoras en Latinoamérica que, más allá de buscar un terror universal, se concentran en el terror de lo cotidiano, de lo íntimo. Aunque sé que me quedaría corto, nombro a algunas autoras que, desde mi punto de vista, le han dado un nuevo aire al terror en nuestro continente: Mónica Ojeda, Mariana Enríquez, María Fernanda Ampuero, Liliana Colanzi. Sería tema para otro artículo un análisis del terror que están escribiendo, de las diferencias puntuales entre los clásicos y ellas, pero me quedo con una breve observación: nos abrieron el camino a pensar en el terror dentro de la familia, en las situaciones más privadas, más íntimas, más cotidianas, más del día a día. En ellas no hay una pretensión de universalidad, sino de localidad.
Hay hombres, claro está, que se han sumado al terror, llamémoslo así, íntimo —y lo digo para que no se me malinterprete: no falta quien comente y diga que los hombres también podemos escribir así—, pero sí estoy convencido de que han sido las mujeres las que nos han abierto el camino para pensar el género por fuera de los miedos universales.
En la próxima entrega hablaré de las condiciones que, como latinoamericanos, tenemos al escribir terror. Recuerden que se publica una nueva columna cada viernes.
David Kolkrabe
Escritor colombiano, especializado en el terror. Ha publicado tres novelas ("El mito de Roger", "Misa de difuntos" y "Genealogía de nuestro miedo") y un libro de cuentos (El demonio de la perversidad). Ha ganado múltiples certámenes literarios a nivel internacional y es el líder del Nuevo Terror Latinoamericano, movimiento al que se han suscrito más de 500 autores de todo el continente.
Hay dos cosas que me irritan cuando los críticos literarios hablan de la literatura de terror: cuando dicen q ue es un género menor y que su principal objetivo es entretener. Me irrita porque, al menos desde la perspectiva latinoamericana, tienen toda la razón.
Hay excepciones, claro que las hay, pero el terror que consumimos, la literatura a la que le rendimos culto, el cine también, nos entretiene y eso es lo que buscamos cuando lo consumimos. Por eso no me queda de otra que darle la razón a Suescún, un día en que, en una breve conversación que tuvimos, me dijo que nuestro público eran los adolescentes. Lo son si escribimos para causar emociones fuertes, para entretener, en un intento de replicar el éxito de los maestros del género que, no está de más decirlo, son casi todos de origen anglosajón.
Ese es el problema, digo yo, y sé que con esto me puedo hacer muchos enemigos: crecimos con Lovecraft, Poe, King, Stoker, Shelley; los admiramos tanto, durante tanto tiempo, que, cuando escribimos terror, querámoslo o no, somos una copia en español de ellos. Ni siquiera de ellos, mucho peor: de las traducciones a las que tuvimos acceso —si los leíste en su idioma original, olvida esto—. Es decir, no hemos sido influenciados por los autores mismos, sino por sus traducciones que, al final, no son sino una interpretación del texto original —traducir es interpretar, decía Gadamer—.
Por eso, cuando un escritor latinoamericano escribe sobre castillos, vampiros, casas abandonadas y paisajes nevados, lo leemos tan extraño, tan distante, como si fuera un chiste de mal gusto. Al menos así lo sentí yo una vez que leí a un escritor de Teotitlán del Valle, un pueblo de Oaxaca, México, que no había viajado fuera de su estado, menos del país, y que escribió un cuento de vampiros, protagonizado por un alemán que se extravía en los Alpes suizos. No recuerdo los detalles de la historia, pero sí recuerdo la sensación que me produjo: una mezcla de vergüenza ajena, pero también de tristeza, porque tenemos que recurrir a lugares desconocidos para nosotros, extrañísimos, porque creemos que lo extranjero es mejor.
Lo que podríamos llamar terror latinoamericano es escaso y apenas está en construcción. Por eso es tan difícil, a la vez, escribirlo. En las próximas entregas intentaré ahondar en estos temas: cuál es el futuro del género en Latinoamérica, qué características debe tener el terror latinoamericano, qué nos hace diferentes al terror anglosajón, por qué deberíamos pensar en el terror latinoamericano como un género mayor.
David Kolkrabe
Escritor colombiano, especializado en el terror. Ha publicado tres novelas ("El mito de Roger", "Misa de difuntos" y "Genealogía de nuestro miedo") y un libro de cuentos (El demonio de la perversidad). Ha ganado múltiples certámenes literarios a nivel internacional y es el líder del Nuevo Terror Latinoamericano, movimiento al que se han suscrito más de 500 autores de todo el continente.
Escribir, aunque en un primer momento es un ejercicio íntimo, privado, al final tiende a lo público. Lo hacemos, cómo no, frente al computador, o en un cuaderno si somos de la vieja escuela, en una conversación con nuestras ideas y en una lucha permanente con las palabras. Si hay una tercera persona, sobra. Una cuarta, ni qué decir.
Sin embargo, y esta es la idea que quiero exponer esta semana, la individualidad en la escritura solo tiene sentido en la primera etapa. Hay una segunda y una tercera en las que es fundamental hacerlo público. La tercera, más obvia, es cuando publicamos (valga la redundancia) nuestro cuento o novela. El texto deja de pertenecernos y pasa a ser de los lectores, de la crítica, de la prensa —por eso el escritor no tiene derecho a explicar lo que quiso decir: el texto debe defenderse por sí mismo—.
Me quiero centrar en la segunda etapa, que me parece la más importante, y que corresponde al proceso de edición, corrección y, si es necesario, reescritura. Cuando terminamos un texto, desarrollamos cierta conexión emocional con él, del mismo modo que una madre la desarrolla con su hijo, lo que hace que seamos incapaces de ver los errores que el texto tiene —¿qué madre reconoce que su hijo es feo?—. Esto es un problema porque, y lo digo por experiencia propia y ajena, estamos tan cegados que creemos que es lo mejor que hemos escrito y que incluso es lo mejor que jamás se ha escrito. Qué equivocados estamos. Por eso se hace necesario llevar a lo público nuestro texto, sin que deje de pertenecernos.
Un buen escritor no puede temerle a la crítica. Es más, debe buscarla, amarla con locura. Es la única manera de mejorar como escritor. Es la única manera de mejorar en cualquier aspecto de la vida. Es la única manera, y de esto estoy seguro, de producir literatura que valga la pena. Necesitamos del otro, un lector crítico, fino, que no tema decir la verdad, para que nos muestre la paja que no vemos, para que señale los defectos de nuestro hijo prematuro. Si son otros, tanto mejor. El verdadero escritor escucha, reflexiona con humildad y acepta que se ha equivocado. Pide opinión sincera y anticipa que, lo que menos busca son halagos, para halagos está la familia y amigos. Se acerca a otros escritores o expertos en literatura, a gente con criterio para poder juzgar con fundamento. Participa de espacios de discusión, de talleres literarios, expone sus textos y espera, paciente, recorrer el camino hasta escribir algo que valga la pena.
Mi propuesta, si es que a esto se le puede llamar propuesta, es que nos entendamos escritores con defectos, aunque perfectibles, que necesitan estar rodeados de personas, al menos similares a uno, para que cada vez escribamos literatura de mayor calidad.
David Kolkrabe
Escritor colombiano, especializado en el terror. Ha publicado tres novelas ("El mito de Roger", "Misa de difuntos" y "Genealogía de nuestro miedo") y un libro de cuentos (El demonio de la perversidad). Ha ganado múltiples certámenes literarios a nivel internacional y es el líder del Nuevo Terror Latinoamericano, movimiento al que se han suscrito más de 500 autores de todo el continente.
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